Wagner en el Real
Teatro Real de la Opera de Madrid
Del 3 al 27 de abril de 2014
Bajo la batuta de Harmut Haenchen
y la escenografía de Alexander Polzin, se nos presentó la opera más triste y melancólica
de Wagner, donde su misterioso final nos deja en una desdichada ambigüedad.
Después de la obertura, cuando
los leitmotives se han establecido,
con premoniciones ya del personaje santo Lohengrin, pudimos apreciar lo que
parecía una cueva, que se alzaba con cierto orgullo ante el espectador. Creo
que esto fue un acierto; un decorado sencillo que supo captar esa vuelta al
mito, a lo primigenio, tan importante en las obras operáticas de Wagner. Una
cueva como símbolo de lo natural, de algo que todavía no ha sido alterado por
el hombre, y sin embargo encontramos en la parte de atrás una forma
antropomorfa como señal de que los dioses o dios observan desde las alturas. El
vestuario sin embargo fue ya demasiado plano, consideramos aquí que dado la
fuerza de la música, totalmente separada por un alto individualismo, y la
profundidad de los personajes, quizás se debió de considerar más como reflejar
tanta grandeza a través de formas de expresión como el vestuario.
Musicalmente,
Wagner marcó la diferencia con sus operas. Un rasgo distintivo es la
continuidad que consigue a través de todo el drama. En vez de separar las arias
de los recitativos, (estos últimos solían mover la historia hacia delante)
ahora todo se unifica bajo los leitmotives,
y la música parece no tener puntos y a parte. Con esta tensión consigue Wagner
mantener interés y contrastes sublimes entre el coro y las arias mas reflexivas
como “Mein Lieber Schwan”. Quizás pudo Wagner haber aprendido esto con
la novena sinfonía de Beethoven, pues la introducción del coro en el cuarto
movimiento supuso no solo un nuevo género, si no una necesidad que la misma
sinfonía ya arrastraba en sus mismas entrañas; del genio de Bonn supo Wagner
combinar definitivamente la palabra con la música.
En Lohengrin vemos como el cuento
y la historia se mezclan entre si, pero la tragedia de esta obra nos devuelve a
la realidad, pues Elsa, el pueblo de Brabante y Lohengrin no hallan redención,
finalizando así una etapa del romanticismo. En muchos aspectos la opera muestra
mucho realismo y humanidad. Elsa, que promete ser fiel y confiarse a Lohengrin,
acaba sucumbiendo a la duda, desconfía del gran héroe, y rompe al final su
promesa cuando su sueño se ha hecho real. Esta faceta, la duda, está siempre
presente en la mente del ser humano. Por su parte, Lohengrin, puede ser visto
como un símbolo de la fe cristiana, pues niega decir quien es y cuales son sus
orígenes, de tal modo que a Elsa sólo le queda creer. Pero esto es un dilema
universal, ya que el ser humano, con su lógica y conocimiento, siempre dudará
de la existencia de, en este caso, Dios. Sólo la fe puede salvarnos. Pero Elsa
ha fracasado y Lohengrin ha de partir desesperanzado.
El pueblo de Brabante sin
embargo, que debe hacer frente a los húngaros, acaba saliendo victorioso sin la
ayuda del caballero del grial, demostrando la fragilidad de la fe y la fuerza
del hombre, que debe confiar más en sí mismo. Otro rasgo de humanidad lo
encontramos en Ortrud, pues ella se aprovecha de las debilidades de los demás a
través de la intuición y su creencia en los dioses arcaicos no es más que un
reflejo del mundo actual, donde, en tiempos de peligro, las creencias
religiosas se empiezan a cuestionar y tambalear mucho más.
En esta versión de Lohengrin,
destacaron Thomas Jesatko como Friedrich von Telramund, Dolora Zajick como
Ortrud y Goran Juric como el rey Heinrich. La voz de Dolora Zajick fue tan
potente que logró sobreponerse a todo el coro wagneriano, además de cantar con
un lirismo preciso y claro; fue sin duda una favorita aquella noche. Jesatko
propuso un Telramund de enfurecida intensidad con un gran equilibrio entre su
actuación y el canto, mientras que Goran Juric supo estar a la altura del gran
personaje del rey.
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